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...o këmamëll, voz del mapudungún: "corazón del árbol", el centro, el meollo...

miércoles, 27 de julio de 2011

El carnicero.

La primera vez que lo vi no lo podía creer. Atravesé el umbral de la puerta y casi retrocedo del impacto que me produjo. Pero no, no podía ser, todo era producto de mi imaginación. Un artista famoso como él, con su trayectoria, con su encanto, su "carisma" no podía estar atendiendo un negocio. No podía ser el nuevo"carnicero" del barrio.Y no porque ese trabajo no fuera digno sino porque no parecían compatibles las dos tareas. Artista de la tele y carnicero; estrella de las tablas y empanador de milanesas; actor de cine y trozador de pollo. Nadie me lo creería.
Me asaltaron las dudas porque, realmente, era muy parecido. Era idéntico.
Me quedé esperando mi turno. Como había tres personas antes que yo, pude observar, disimuladamente, cada detalle de sus gestos, la forma de moverse, sus ademanes, su peinado inconfundible.
Cada vez que preguntaba "¿qué más?", me iba convenciendo de que era él, sólo por la modulación y el tono de su voz.

Volví a la semana siguiente. La crisis económica no me lo permitió antes.
Había cargado gran ansiedad en todo mi ser. Había investigado a mi personaje en Google. Había mirado infinidad de fotografías. Ninguna información me había sido proporcionada del devenir en "carnicero" de mi artista.
La certeza estaba en que cada imagen me acercaba más a mi realidad semanal de comprar un churrasco, de que ese carnicero lo cortara, lo pesara, lo colocara en la bolsa, hiciera la pregunta de rigor, me cobrara y respondiera a mi saludo final.
Un día lo saludé dos veces al retirarme. Quería verificar el tono de su "hasta luego, gracias". Entonces ocurrió lo imprevisto: en vez de saludar de nuevo, se rió. Como para entonces ya no lo estaba mirando porque (repito) sólo quería escuchar su voz, me di vuelta ante el tintineo de su carcajada. Y lo vi. Mejor dicho, vi su boca abierta con algunos dientes. Vi, en definitiva, su sonrisa incompleta. No se parecía en nada a la de mi artista. Parecía el rostro de otro el que estaba viendo.
Me fui de allí (con mi consabido churrasco), desilusionada. Me daba ánimos diciéndome: "hoy no estoy bien, veo las cosas diferentes".
A la semana siguiente terminé de convencerme. Su cabello estaba peinado muy diferente de otras veces. Mi artista nunca hubiera hecho eso. Aunque por un momento pensé que, quizás, otros lo habían descubierto igual que yo y lo que buscaba en ese cambio era ocultar su tan conocida fisonomía. Fue un pensamiento pasajero que se esfumó con el recuerdo de los abismos de su boca.

No dejé de ir a la carnicería. Suelo renunciar a un comercio cuando no recibo la atención adecuada o quieren venderme gato por liebre. No era el caso, allí sólo se vendía carne vacuna, de cerdo y pollo.
Sin embargo, comencé a asistir casi automáticamente, un poco por no abandonar la necesidad de que no escasearan en mi ser las proteínas de alta calidad (aminoácidos esenciales, que mi organismo no podía fabricar), además del hierro la vitamina B y el zinc; un poco por el deseo incontrolable de los ácidos grasos saturados y los monoinsaturados, de efectos más favorables, por cierto.
El personaje comenzó a perder mi atención paulatinamente, hasta que por fin, un buen día, olvidé para siempre los pensamientos que se habían apoderado de mí durante tanto tiempo. O creí olvidarlos...

Una mañana, cuando introduje mi mano en el bolsillo de mi campera para buscar el dinero que abonaría mi cuenta, encontré allí mismo una serie de pequeños volantes. Creo que no lo he dicho todavía: soy actriz y mi pasión por la obra de teatro de la que participo me hace promocionarla en forma obstinada. De allí que cuando encontré esos volantes se me ocurrió que los podía dejar en la carnicería, para que los clientes se interesaran. Además, había observado una cartelera en la pared lateral, muy cerca del mostrador de la caja registradora.
-Disculpe- le dije al comerciante. -¿Puedo dejarle unos volantitos?-.
-¿Volantitos?- preguntó abriendo los ojos de una manera que comenzaba a resultarme muy familiar y en un tono de voz que me remontó a las tardes de mi infancia.
-Sí, de una obra de teatro de la que participo- le confirmé.
-¿Obra de teatro?- cuestionó con el conocido énfasis y los ojos que comenzaban a llenársele de lágrimas.-¡No me diga que usted participa de ella! Yo, yo mismo participé de muchas...

Lo que siguió a estas frases no podré reproducirlo con la objetividad necesaria para que el lector saque sus propias conclusiones.
El "carnicero" saltó al mostrador y comenzó a hacer una serie de piruetas y pantomimas. Bailaba, se sacudía, cantaba.
El público, es decir, los clientes, empezaron a hacer palmas y a repetir las letras de las canciones.
Entraba más y más gente desde la calle...

-Entonces... usted es... ¡usted es...!- dije emocionada por la confirmación de lo que había estado cavilando durante meses.
-Sí, soy- me contestó con su sonrisa ahora brillante.
-¿El verdadero? ¿El de nuestra infancia? ¿El auténtico? ¿El número uno?- las preguntas salían de mi interior sin pausas y con cada una de ellas aumentaba mi entusiasmo.
El público aplaudía, gritaba, pronunciaba su nombre.
En un momento, quedamos dialogando él y yo. La gente comenzó a callarse y a observarnos.
El carnicero se sentó en el mostrador que, por lo alto, hacía ver sus piernas colgando como las de un muñeco.
-Sí, soy el auténtico... no lo dude- en ese momento el local estalló en aplausos.
-Soy el auténtico... el auténtico imitador. Pero...¡el imitador número uno! ¿Eh?

Salí corriendo, jamás volví a entrar a ese comercio. Durante semanas no pude olvidar los últimos episodios sucedidos allí. Tampoco pude olvidar al carnicero y sus interjecciones llamando a la gente, que desilusionada, se agolpaba en la salida para huir del local.

-¿Eh?. ¡Eh! ¡Eah, eah...! ¡Eah, eah,
eah, eah...pepé!

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