A veces alguien llega hasta su propia
ventana
y, entrada la noche,
cuelga un poema
-de esos que invitan a alquilar
balcones-.
De muro a muro lo leemos,
entrecerramos los ojos
y lo cubrimos con el cobijo de las manos
sobre nuestro corazón
-como si el que necesitara abrigo
fuera el poema-.
beberme una cerveza con Giannuzzi,
rezar por la llegada del colectivo
con Ancalao,
llorar por llorar con Szymborska
o llorar de bronca con Ziadah,
no dar más de admiración por Carabajal,
temblar con el tambor de Hammad,
enamorarme con Guillén o con Dalton,
renacer con Oddo o con Litvinova;
levantar con Saramago un puñado de
tierra.
Me pasó, decía, y después solamente
fue abrazar las palabras
que llegaron susurrantes como canción
de cuna,
o encenderse con aquellas
de fuego
inextinguible.
Amantes de tendederos poéticos,
gente dadora del bien en puntas de
pie,
apostadores de belleza
en medio de la compulsión del caos: gracias.
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